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EL VIOLÍN
De nuevo están mis cuerdas
tensadas hasta el máximo
a punto de romperse.
De nuevo aprieta Dios con fuerza mis clavijas,
sostiene su violín muy suavemente
y lo apoya en el cuello, a la luz de su rostro,
y sus dedos deciden
las notas en el mástil con dulzura.
Y luego su arco pasa acariciando
cada cuerda. Y la música comienza.
Comienza siempre lenta, y casi imperceptible.
Luego amorosamente
va siendo más intensa. Sin embargo
nunca puede decirse cuáles sean
su compás ni su tiempo. No son fijos.
Qué afinadas las notas, en qué timbre
claro y bello transforma y va ordenando
esos sonidos graves que antes eran
nada más que mi ruido, mi angustiado
sollozo, mi lamento sin ritmo ni medida.
Y después se hace hiriente.
Se agudiza. Es cortante.
Es mi carne también el instrumento:
el violín que ha templado, su querido instrumento.
Y me va desangrando.
Va vaciando mis venas poco a poco
para llenarlas luego de sonora belleza.
Y el lugar de la sangre lo ocupa ya la música.
Y el corazón, su ritmo, son los mismos del alma.
El cuerpo está entregado como el alma:
el alma que, entregada, ya es la música.
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