FORT BRAVO
Cada tarde, una mano alineaba
en columna de cuatro a los jinetes,
los hacía cruzar la peligrosa
pradera de terrazo y regresar,
con unas cuantas bajas, a la vaga
seguridad que les proporcionaba
la valla de maderas de embalar,
el portalón pintado, la torreta
de palillos cruzados que destacaba sobre
la arriesgada silueta de Fort Bravo.
El mundo era otra cosa: un horizonte
de mantas onduladas era el padre cansado,
echado en el sofá;
el filamento hiriente de una lámpara
era el sol del desierto, o la luna incendiada
sobre la palidez del cielorraso.
El mundo era otra cosa, sí: imperaban
en él las voces misteriosas
con que se despedían los adultos
a primera mañana,
del otro lado de un inexplicable
perfume de café, de un tintineo
amortiguado de cucharas.
Y uno hubiera querido
salir de entre las sábanas, entonces,
como salía la caballería
del recinto del fuerte,
y sentir, con el frío de la mañana oscura,
eso que ya sabían los adultos:
que Fort Bravo era aquella despedida con frío,
las tardes de cansancio,
lo que quedaba atrás cada vez que partían,
con caballo o sin él,
a la incierta pradera que ocultaban
las persianas echadas del cuarto de los niños.
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