lunes, 18 de julio de 2022

#199 XCVIII: A orillas del Duero (Antonio Machado)

Qué delicia leer este poema en voz alta. Y qué nostalgia, de repente, de España. (Aunque en realidad tengo nostalgia de España desde hace unos días que me mandaron este vídeo de la visita de Siempre Así a Roma. Bellísimo hasta las lágrimas, sin exagerar. Qué grande España).


XCVIII


(A ORILLAS DEL DUERO)


Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.

Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,

buscando los recodos de sombra, lentamente.

A trechos me paraba para enjugar mi frente

y dar algún respiro al pecho jadeante;

o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante

y hacia la mano diestra vencido y apoyado

en un bastón, a guisa de pastoril cayado,

trepaba por los cerros que habitan las rapaces

aves de altura, hollando las hierbas montaraces

de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego-.

Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.

Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo

cruzaba solitario el puro azul del cielo.

Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,

y una redonda loma cual recamado escudo,

y cárdenos alcores sobre la parda tierra

– harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra-,

las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero

para formar la corva ballesta de un arquero

en torno a Soria. -Soria es una barbacana,

hacia Aragón, que tiene la torre castellana-.

Veía el horizonte cerrado por colinas

obscuras, coronadas de robles y de encinas;

desnudos peñascales, algún humilde prado

“donde el merino pace y el toro, arrodillado

sobre la hierba, rumia; las márgenes del río

lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,

y, silenciosamente, lejanos pasajeros,

¡tan diminutos! -carros, jinetes y arrieros,

cruzar el largo puente, y bajo las arcadas

de piedra ensombrecerse las aguas plateadas

del Duero.

El Duero cruza el corazón de roble

de Iberia y de Castilla.

¡Oh tierra triste y noble,

la de los altos llanos y yermos y roquedas,

de campos sin arados, regatos ni arboledas;

decrépitas ciudades, caminos sin mesones,

y atónitos palurdos sin danzas ni canciones

que aun van, abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!


Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada

recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?

Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;

cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.

¿Pasó? Sobre sus campos aun el fantasma yerra

de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.


La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,

madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.

Castilla no es aquella tan generosa un día,

cuando Mio Cid Rodrigo el de Vivar volvía,

ufano de su nueva fortuna, y su opulencia,

a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;

o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,

pedía la conquista de los inmensos ríos

indianos a la corte, la madre de soldados,

guerreros y adalides que han de tornar, cargados

de plata y oro, a España, en regios galeones,

para la presa cuervos, para la lid leones.

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento;

y se les llega en sueños, como un rumor distante,

clamor de mercaderes de muelles de Levante,

no acudirán siquiera a preguntar: ¿qué pasa?

Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.


Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.


El sol va declinando. De la ciudad lejana

me llega un armonioso tañido de campana

– ya irán a su rosario las enlutadas viejas-.

De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;

me miran y se alejan, huyendo, y aparecen

de nuevo, ¡tan curiosas!… Los campos se obscurecen.

Hacia el camino blanco está el mesón abierto

al campo ensombrecido y al pedregal desierto.

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