Un día de Navidad, el 25 de diciembre de 1866, Paul Claudel recibió la gracia de la conversión. Decidió ir a los oficios de Navidad en Notre Dame y volvió más tarde a las Vísperas. Y entonces, nos cuenta, "creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avalares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado."
Claudel vio siempre la mano maternal de la Virgen en este toque tan hondo. Los detalles que acabo de citar sobre su conversión son bien conocidos. Quizá menos conocido sea el poema que escribió sobre aquél día—casi que no lo encuentro en el original—que comienza con un guiño a la Señora, por quien vienen tantas gracias tumbativas de este tipo: "C’est tout de même vous, Madame, qui avez eu l’initiative." Escondo aquel bellísimo poema (traducido al inglés) en el link, y traigo otro también dedicado a Ella, la que no se cansa de escucharnos.
(via) |
THE BLESSED LADY WHO LISTENS
In the church of my village of Brangues there is a chapel in the chateau:
Because it’s too warm outside, into its nave each day at five o’clock I go.
A man can’t keep on walking all the time, so he might as well visit the Good Lord’s House:
Outside the sun is blazing away, and the road screams across the square as if it wanted the whole world to arouse.
But inside, the Holy Mother before me, for me, she is like a glacier, so fresh and pure,
All white with her son in her lovely gown, all white, it’s so long I can see only the tips of her feet for sure.
Mary! Here is that fellow again, all overflowing with desire and worrying:
Ah, I’ll never have time enough to tell you everything.
But she, lowering her eyes, with a face tender and bland,
Looks at the words on my mouth like someone who listens and gets ready to understand.
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